A él, Juan Morros –arriero y cuarenta y dos años– no le soliviantaba una moza sin formas. Le gustaban las hembras jarifas, de ancas de yegua y piel lijosa. Como las mozas de mesón. En cada posada había una o dos. Creía conocerlas a todas. Barraganas oliendo a ajo y aceite, manjar grosero pero excitante. Bajo las sucias camisas tenían pechos grandes como medias sandías que, cuando el manoseo los excitaba, trasudaban un acre perfume de hembra placentera…
Tomás Salvador, Cuerda de presos, Barcelona, Luis de Caralt, 1955, página 45.